Juancho Pacheco vivía junto a su mujer Cristeta y sus hijos: Rosendo, Timotea y Tiburcio, en una de las tantas mesetas que se forman en la inmensa geografía guayanesa.
Dedicándose a la cría de animales domésticos y a la siembra de frutos que les proporcionaran alimentación a corto tiempo; al igual que las otras familias que por allí habitaban emprendían sus viajes a la capital del Estado los fines de semana a vender el producto de sus trabajos; oportunidad que aprovechaban para proveerse de los más necesario para la semana, ya que no vendrían nuevamente a la ciudad hasta el próximo sábado, a menos que una gravedad o enfermedad que no pudiera curar don Aristóteles, el expendedor de medicina, hombre muy leído y poseedor de unos grandes conocimientos de medicina, les hiciera trasladarse hasta dicha capital llevando al enfermo en parihuela.
Cumplidores del precepto Bíblico que son seis días para trabajar y el séptimo para descansar, como si fuera poca la faena semanal, Juancho y sus amigos caminaban unos
Para llegar a la gallera en cuestión se debía hacer una travesía por la falda de una inmensa montaña, a la que tenían entre miedo y respeto; y en época de invierno se acrecentaba dicho temor, porque eran muchas las leyendas que sobre la misma se tejían en los caseríos circunvecinos.
Lo misterioso de la montaña, de vegetación regular, era que durante las noches de invierno ofrecía un asombroso espectáculo, cuando sobre ella destellaban las descargas eléctricas que solía lanzar la madre naturaleza, razón por la cual los indígenas le adjudicaron el nombre de “MONTAÑA DE FUEGO”.
Por lo que no era nada extraño escuchar diálogos diversos sobre lo que cada uno en particular pensaba sobre
“Mire comadre Anicacia, según dice don Aristóteles - comentaba una tarde Cristeta - que
Caray Cristeta - ¿Usted pasa a creer eso? - “Bueno mija - hasta la misma maestra Teodorita, la que tiene más tiempo que nosotras por acá, asegura que es verdad, y Ud. sabe que tanto ella como don Aristóteles estudiaron en la capital en una de esas escuelas que llaman liceos; y nosotras apenas si aprendimos con la misma maestra Teodorita a leé y a escribí”.
En eso se hace presenta Juancho Pacheco, quien viene acompañado de Temístocles Larrizo, quienes han tenido una dura tarea en el conuco y están cansados del duro ajetreo y no vacila Juancho en interrumpir la amena conversación que sostienen las dos mujeres.
“Miren déjense de estar hablando tanta pistolada y vayan a preparar un poquito de café, pa´pasá este frío tremendo que me llega hasta los huesos, porque hoy si llovió como que nunca fuera a escampá”.
Al terminar de pronunciar la última palabra, Temístocles le dice a Juancho, “Bueno compay, ¿qué dices tu de la conversa que tenían esas mujeres?”.
“Mira Temístocles, contaba mi papá que esa montaña es una pirámide que los años fue cubriendo de tierra y árboles; y que el faraón que se encuentra enterrado allí lanza llamas porque no quiere que su tesoro y unos grandes libros llamados papiros sean descubiertos por otras generaciones”.
“También dijo mi papá que no se me ocurriera remontar a esa montaña, por que está rodeada de misterios y todo el que ha tratado de llegar allá arriba no ha regresado”.
Y así en cada uno de los habitantes de esa región bullía una versión sobre
Cundió el pánico entre ellos, veíanse las caras unos a otros; pero Juancho Pacheco se revistió de coraje y dijo a uno de sus compañeros: “Vamos, no sean cobardes, que Dios anda con nosotros”. Y cuando han avanzado la pequeña loma que los separaba de los quejidos que los habían asustado, encontraron a una mujer parturienta, la que había traído al mundo un niño varón; pero toda vez que en el grupo iba don Aristóteles, éste con ayuda de los demás hizo lo procedente en estas emergencias, y continuaron el viaje, pero ahora en compañía de
El tiempo transcurría rutinariamente, y las livianas horas del calendario iban pesando cada día sobre la vida de todos aquellos habitantes de
Dejan la falda de
Ya las fuerzas les fallan a Juancho Pacheco y son ahora los hijos varones quienes se dedican a las labores del campo, porque como dice el adagio popular: “El tiempo no pasa en vano”. Y ya han sido muchas las hojas del calendario que Juancho Pacheco y su familia han tenido que soportar.
Pero el día menos esperado recibió la visita de Temístocle Larrizo, su inseparable compañero de faena, quien después de los saludos correspondientes, inicia su conversación de esta manera:
- “Juancho, ayer estuve por allí por la capital y en la casa de un viejo amigo me entere que en
- “¿El del faraón?”. Interrumpió Juancho Pacheco.
- “No Juancho, es algo más misterioso todavía, porque según me contaron que unos musius llegaron a la punta de la montaña montando en uno de esos bichos que se les dice helicópteros, que es como tú vé un pájaro sin alas, y se llevan en saquitos de lona, igualitos a la lona del catre, poquitos de la mismita tierra, y pá estudiala allá donde mientan Estados Unidos”.
“Caray, Temístocles, uno nunca es viejo pa´ aprendé una cosa; pero yo digo en mis adentros: ¿Y
- “No creas Juancho, dicen que esos mismos musius fueron los que descubrieron petróleo en El Tigre, y los agricultores dejaron sus tierras y se fueron a trabajá con ellos, y les pagan los sábados bien tempranito sin decir ni cuío”.
- “Ajá Temístocles, allá descubrieron petróleo, pero en
- “Dicen que hierro Juancho”.
- “¿De ese de hacé paila, chícora y machete?”.
- “Del mismito Juancho, pero según y que hay bastante, y otras montañas de por aquí cerquita y que también tienen de ese mismo hierro”.
- “Quién iba a creé compay Temístocles que nosotros estuviéramos viviendo tantos años al lado de tanta riqueza, pero como dice el refrán: “El que no sabe es como el que no vé, que todas las cosas las vé al revés”.
Temístocles se marcho nuevamente para la capital y dejo a Juancho Pacheco meditabundo por todos los datos que sobre
Al poco tiempo Juancho Pacheco abandonó este mundo para ir a rendirle cuentas al Creador, y sus hijos lograron colocarse en la empresa que hacía las exploraciones en el cerro
Terminaron los trabajos exploratorios y comenzaron los de construcción de talleres, líneas férreas, etc., ocupándose otra empresa de dichos trabajos y allá van a parar los hijos de Juancho Pacheco, y como conocedores de una nueva profesión lograron ascensos rápidamente, pero es creada entonces la empresa que se encargaría de la explotación del hierro de
Al completar su educación primaria, cambia el sistema de trabajo de ambos, y poco a poco lograron escalar posiciones hasta llegar a jefes en los departamentos donde desempeñaban sus labores.
Rosendo y Tiburcio Pacheco, hijos de Juancho y Cristeta participaron en el paso de avance que el pueblo de Venezuela dió cuando la industria del hierro pasó a manos de
Por el sistema de Jubilación que la nueva empresa de los venezolanos acordó aplicarles a personas que como estos dos hermanos, dieron buena parte de su existencia para el engrandecimiento de Venezuela.
Pero Rosendo y Tiburcio Pacheco, se fueron de su Cerro
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